¿Instinto o deseo materno?

Hace algún tiempo, en una conversación “interdisciplinaria” con un médico, un abogado y una licenciada en marketing, debatimos sobre si existiría algo así como un “instinto materno”. Me sorprendí defendiendo en soledad la hipótesis psicoanalítica de que nada parecido al instinto persiste en el humano, ergo la maternidad (al menos una de sus versiones) se ligaría más bien a un deseo de ocupar dicha función.  

Me quedó la pregunta de por qué, aún personas familiarizadas con discursos psi (no necesariamente psicoanalíticos), sostienen con tanta convicción la presencia de un origen “genético, natural, instintivo” de la función en toda mujer desentendiéndose de que las formas que adopta la maternidad no solo se modifican con las épocas históricas y latitudes del mundo, sino que la posibilidad de maternar no se reduce a la “portación de útero”. Es decir que esta función no es privativa de una genitalidad, identidad de género u orientación sexual.

Pensar que por determinación biológica toda mujer está predestinada a ser madre, en caso de concepción, es una ideología moderna con gravosas consecuencias ¿es el “cuerpo” de la mujer un receptáculo reproductor despojado de autonomía, deseos y proyectos diversos? Sin embargo mis compañeres de charla lejos estaban de ser inquisidores medievales, al contrario. Concluí que si se les imponía la intuición de que existe para ellos algo parecido a un “instinto materno” es porque sus madres, una por una, cada cual con su historia y manera de encarnar la función, tuvieron un deseo singular de maternarlos, deseo que por la fortaleza de su presencia hace pasar por “natural” algo que puede estar ausente en otras situaciones. Convengamos que la ausencia de este deseo puede convertir un embarazo en una situación sumamente disruptiva para los proyectos vitales de las personas implicadas. 

Si descartamos al supuesto “instinto”, entonces ¿qué es el “deseo materno”? Este concepto se explica en la relación que existe entre el “soporte necesario”, la estimulación del cuerpo erógeno en los primeros cuidados, y la “renuncia”, el habitar la decisión de cederlo a la vida. La persona que encarna esta función (que puede no identificarse como mujer heterosexual) hospeda, cobija, nutre, habla a este cuerpo acuífero, manojo fragmentario de nervios en pleno neurodesarrollo, que como astronauta se interna en un espacio exterior amenazante. Una madre soporta la prematuración humana y su fragmentación, es la “lengua materna” que nos constituye y la que permite estabilizar una identidad, anclada a una genealogía, historia y territorio.

Pero la renuncia es una dimensión de igual importancia, “todas las hojas son del viento” decía Spinetta. Afirmamos que la construcción de  la identidad del nuevo ser debe trascender el campo materno, una madre fundamentalmente es quien “renuncia” a su niño. Recurramos a la parábola del rey Salomón. Dos prostitutas reclaman al mismo niño ante el Soberano. Una de ellas reclama un hijo ajeno, ya que al propio lo habría asfixiado por la noche al dormirse sobre él. El asunto es que no se sabe cuál miente, no hay testigos, por lo que es imposible constatar, en los hechos, cual es la madre “biológica”. Aún no se sabe si por crueldad, fastidio o astucia el Rey descubre cuál de ellas era “una madre” al mandar a cortar en dos al niño, una de ellas prefiere cederlo a la otra antes que lo maten. El Rey de Israel encuentra “una madre” (no a la biológica, sino a quien ocupa la “función”) en aquella que está dispuesta a abandonar la primitiva “indiferenciación o fusión” (¡es mío o de nadie!), en aquella que decide por amor cederlo a la vida, para mantenerlo vivo.